Napoleón | Crítica

El ‘Napojoker’ de Scott y Phoenix

Un fotograma del 'Napoleón' de Ridley Scott.

Un fotograma del 'Napoleón' de Ridley Scott. / D. S.

Desde un punto de vista creativo Ridley Scott solo ha aportado dos grandes películas a la historia del cine –Alien (1979) y Blade Runner (1980), a las que quizás podría sumarse la inferior pero interesante Los duelistas (1977)– y de eso hace ya 43 años. Desde un punto de vista de repercusión social hay que citar la tramposa Thelma y Louise (1991) y desde uno comercial, el taquillazo de Gladiator (2000). Todo lo demás es correcta rutina comercial saltando de género en género –policíaco, fantasía, aventura, biografías de ricos y famosos entre el cotilleo y la crónica negra, bélico, comedia sentimental– sin aportar nada a ninguno o mamarrachos como La teniente O’Neil y Hannibal. Se inició en el cine histórico con la horrorosa 1492. La conquista del paraíso (1992) y continuó con la tan eficaz como sobrevalorada Gladiator (2000) tras cuyo éxito se animó a insistir en el género con las pésimas El reino de los cielos (2005) y Robin Hood (2010), la aún peor Exodus. Dioses y reyes (2014), la algo más decente El último duelo (2021) y esta Napoleón, personaje del que solo sobreviven en la película el nombre y el bicornio.

Porque, y quizás esto sea lo peor, es una película sobre Napoleón en la que no aparece su presunto protagonista, solo una caricatura interpretada –es un decir– por la máscara de un Joaquin Phoenix que crea un híbrido al que se podría llamar Napojoker. Apenas aparece el estratega genial, no aparece el político, no se dice una palabra sobre el contradictorio ciudadano hijo de la revolución que se proclamó emperador, sobre el igualmente contradictorio y sanguinario dictador que a la vez expandió los ideales de la Ilustración y los logros de la revolución por toda Europa mientras saqueaba sus tesoros artísticos (cuestión ignorada por la película, según la cual no puso un pie ni en Italia ni en España) y sobre el nepotista que sentó a su hermano José en los tronos de España y Nápoles, a su hermano Jerónimo en el de Westfalia y nombró Gran Duquesa de Toscana a su hermana Elisa. Una película no es una tesis de historia y el cine puede permitirse cuantas libertades creativas quiera. Pero algo de lo que justifica la importancia histórica del personaje debe aparecer, cosa que aquí no sucede. También se puede optar –como puso de moda La vida privada de Enrique VIII– por hacer un retrato íntimo y desmitificador de un personaje histórico. Pero eso tampoco aparece en la película (salvo que la intimidad se entienda como coitos mecánicos o hacer una caidita de Roma bajo una mesa).

Si no se pasan por la película ni el estadista, ni el ideólogo, ni el nepotista, ni el coleccionista de arte, ni el complejo y contradictorio ser humano, ¿quién lo hace? Un muñeco con bicornio y gesto del Joker (conste que Phoenix es un buen actor, pero está mal dirigido y no da el perfil para el personaje) que no va más allá de parecer un grosero chusquero ascendido a emperador que protagoniza estampas mal hilvanadas desde su ascenso durante la revolución a su muerte en Elba, es decir, desde 1773 a 1821. Porque además de la tosquedad de la dirección de Scott –que nunca se ha enterado de que la épica en cine la crea la posición de la cámara definiendo el plano y no la cantidad de gente que se meta en él– la película sufre en sus cimientos el pésimo guión de David Scarpa que fracasa estrepitosamente al intentar meter 48 años de la vida de un personaje que –sin incurrir en la superada teoría del gran hombre– fue clave en el tránsito de la Edad Moderna a la Contemporánea en dos horas y media de metraje. Dando, además, gran protagonismo a su relación con Josefina (reduciendo al mínimo a Eleonore Duelle y a María Luisa de Austria y haciendo desaparecer a la Desirée que interpretó Jean Simmons con Brando y a la mucho más importante María Walewska que interpretó Greta Garbo con Charles Boyer). El guión de Scarpa plantea la película como una serie de postales bélicas –Tolon, Egipto, Borodino, Austerlitz, Moscú, Waterloo– entre las que se entremeten postales subidas de tono –coitos, cuernos, fetichismo, obsesión– en las que Napoleón sale peor parado como amante que en Waterloo ante Wellington, con algún fallido intento de tableau vivant como la no lograda escena de la coronación imperial.

Para colmo de males Josefina, es decir Vanessa Kirby (popular por sus apariciones en entregas de Fast & Furious y Misión imposible o por su papel de Margarita en The Crown, prestigiada por Fragmentos de una mujer o El mundo que viene), le roba la película al Napojoker de Phoenix con una interpretación llena de sentido del humor, descaro, cálculo y un puntito de emotividad que pone algo de gracia a la retórica y conservadora –que no clásica– puesta en imagen de Scott, de la que solo se puede destacar algún detalle visual como el hundimiento de las tropas rusas en las aguas bajo el hielo.

Produce melancolía que sea mucho más antigua que el Napoleón de Gance que está a punto de cumplir un siglo, que las escenas de batallas con facilidades digitales queden muy por debajo de las del Waterloo de Bondarchuk que movilizaron miles de extras reales o pensar en el non nato Napoleón para el que nunca encontró financiación Kubrick.

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