Dar la talla

Ser o haber sido víctimas no nos puede convertir en verdugos. Nada es fácil, menos buscar un buen chivo expiatorio

Tuve un amigo que guardaba cada año unos pantalones amarillos en el armario como medidor de la puesta a punto para el verano. Pachi Gutiérrez del Álamo lo contaba con mucha gracia: si no le cabían se ponía a dieta, si le ajustaban seguía con su ritmo y si le holgaban se tiraba al monte del exceso. O sea cerveza y pan, que tampoco era Malcolm Lowry nuestro recordado compañero. La talla es una consecuencia del prêt-á-porter que tanto ha igualado los aspectos y tanto bien ha hecho, pero al mismo tiempo resulta una aplicación a lo bestia del método Procusto. Ya saben, aquel maestro que acostaba a sus alumnos en una cama y cortaba las piernas de los que eran demasiado altos y estiraba los miembros de los que no llegaban a su pie. Homologación a lo salvaje. Etiquetaje sin miramiento alguno. Imagino que hoy muchos lectores anden hoy fervorosamente interesados por Almonte, la hora del salto de la reja y los avatares de la romería más famosa del mundo (abrazo a Andújar y su Morenita) pero que no son rocieros, aunque se lo hayan pasado muy bien el en Rocío alguna vez. Ocurre con otras identidades o al menos a mí me ocurre. Ni rociera ni futbolera, aunque tenga equipo por afinidad vicaria. Tampoco cofrade aunque sí macarena y de la O como huella de quienes me enseñaron a amar la Semana Santa callejera. Largo del videoarte pero alguno me ha hecho llorar de emoción. Bailo igual a los Chichos que a Metálica. Y quiero que me despidan con Tom Waits o la Creación de Haydn. Ni siquiera mi número de pie es exacto, pequeño para el 35, holgado para el 36. Los pantalones siempre me quedan largos y los sombreros me tapan la nariz. Procusto a mí me convierte en albóndiga. Me exaltan las afinidades –literarias, afectivas, hermosas–, pero lo mismo me trago un folletín que a Godard. Lo que no logro es militar en los odios, a los etiquetados me refiero. Tengo la incómoda y dolorosa sensación de ser arrastrada –provocada incluso– a meterme en una talla por narices, a lo bestia. La brocha es tan gorda y tan envenenada que mientras elegimos equipo se nos esta llenado el campo de juego de barro y de agujeros. Nos andamos midiendo quién orina más lejos (metáfora tan falocrática como eficaz) mientras nos desvalijan las tuberías del sistema. Decimos que leemos a Zweig pero olvidamos de quiénes y cómo salió huyendo el escritor vienés. Gobiernos democráticos hacen propuestas contra los migrantes que llaman innovadoras como en los años treinta se llamó a otras expulsiones. Olvidamos que de todos los terrorismos el de Estado además arguye la defensa del bien. Ser o haber sido víctimas no nos puede convertir en verdugos. Nada es fácil, menos buscar un buen chivo expiatorio. Nos ponemos camisetas mientras negamos la camisa del otro. Perdonen que me ponga vulgar pero mientras discutimos de tallas y etiquetas se nos está viendo literalmente el culo. Qué vergüenza.

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