Elogio del aburrimiento

Le falta al mundo levantar el pie del acelerador y aburrirse un rato largo, todo lo largo que se pueda.

Elogio del aburrimiento

Elogio del aburrimiento

“Me aburro”, le decía a mi padre y él, socarronamente, me espetaba: “métete en agua”. Bien sabía él que no había agua cerca y que, tras esas palabras, yo me iría al patio, a la azotea o a la cocina para aburrirme. Bendito aburrimiento. Con él el tiempo se estiraba como un chicle y la vida cundía haciéndonos tocar la eternidad con la punta de los dedos. Con él se activaba la espoleta de la creatividad y hacía su aparición el pensamiento solitario, íntimo, profundo. En realidad, durante la infancia fuimos felices porque teníamos tiempo para aburrirnos. Se lo dijo un Winnie the Pooh entristecido a su amigo Christopher Robin en un entrañable episodio de la vida del oso amarillo: “cuando empiece el colegio ya no podremos estar juntos para aburrirnos, dejáremos de no hacer nada”. O algo así. Cuando éramos niños, estudiábamos, jugábamos, leíamos, comíamos y dormíamos y, después de todo eso, aún nos quedaba tiempo para aburrirnos. No lo valorábamos entonces, como no valoramos tantas cosas que tenemos hasta que las perdemos, pero el aburrimiento era nuestro mayor tesoro; la más gravosa de las facturas que pagamos con la entrada en la edad adulta no es la de dejar atrás la juventud, sino la de vivir sin aburrimiento.

Los italianos, siempre tan atentos a la estética, acuñaron la hermosa expresión “dolce far niente” precisamente para referirse a eso, al placer de no hacer nada, de dejar que el tiempo pase con todo su aburrimiento disfrutando, sencillamente, de verlo pasar. Pero me temo que cada vez estamos más lejos del aburrimiento. Sus grandes enemigos –la competitividad y la aceleración– andan todo el día combatiéndolo. Les ayuda la tergiversación de la felicidad, que ahora todo el mundo cree que consiste en no dejar de hacer cosas.

Los niños, por ejemplo, ya no se aburren. Andan atareados, como diminutos ejecutivos sin sueldo, con una agenda interminable que los lleva de la danza a la hípica, del salto de longitud a la pintura, y por supuesto de todos ellos a las clases de inglés, como si para ser felices tuvieran que estar todo el día haciendo cosas y aprendiendo de todo. No vaya a ser que en el futuro no triunfen. Los niños ya no se aburren, pero tienen cita con el psicólogo todos los viernes por la tarde. Y allí se encuentran con los mayores… con todos esos adultos que se estresan cuando están aburridos y, cuando no lo están, también.

Pasó el tiempo, parece, de sentarse a contemplar cosas inmóviles, de ver pasar las nubes, de meditar y de buscarse en el vacío fértil del aburrimiento. No, hay que ir al gimnasio, salir a andar, viajar, socializar, probar todos los restaurantes nuevos, tocar un instrumento, ver series, revisar las redes, comprar a distancia y engullir información enlatada. Y hay que trabajar mucho, para progresar, para ganar mucho dinero, para tener éxito en la vida, para poder comprar más cosas y para poder seguir trabajando.

Le falta al mundo levantar el pie del acelerador y aburrirse un rato largo, todo lo largo que se pueda.

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