Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Shakespeare y la bomba del Zar

Una imagen de William Shakespeare.

Una imagen de William Shakespeare.

“El infierno está vacío; todos los demonios están aquí”. Lo escribió William Shakespeare hace muchos años ya -a caballo entre el siglo XVI y XVII-, y parece que decidieron -los demonios- quedarse aquí, entre y con nosotros; puede que se sientan más cómodos, no sé… más “en casa” aquí, que en las hirvientes calderas de “Pedro Botero”. En cualquier caso, este aforismo del genial escritor británico, me sume muy a menudo en meditaciones, si no letalmente pesimistas, de cierto faltas de esperanza y seguro que sobradas de tristeza y desolación.

Se me hace que el prodigio de Stratford-upon-Avon -así se llama el pueblito en el que el fabuloso dramaturgo nació, y en el que un servidor tuvo el placer de contemplar, en el viejo escenario de la localidad que honra su memoria, algunas de las obras maravillosas surgidas de su portentoso talento-, sabía muy bien -decíamos-, y a su pesar, lo cierto de lo que escribía. Me imagino que su especial sensibilidad, su colosal capacidad para absorber realidades y desentrañar sentires, le permitieron encontrar luces aun en los lúgubres páramos por los que se arrastra, con frecuencia excesiva, el espíritu atormentado que subyuga al Hombre.

Y puede que así sea. Que los diablos del infierno no estén allá abajo, si no aquí delante, o entre nosotros, escuchando, viendo, y aprendiendo de lo que los humanos permitimos que suceda en este mundo; parece que así fuese…

Tiene un peso de 27 toneladas, no hay aeronave capaz de albergarla en su interior, han de transportarla suspendida. El paracaídas que ralentiza su caída pesa 800 kilos. Mide 8 metros de largo por 4 de ancho. Es una bomba termonuclear de fusión de hidrógeno, de tres etapas, para multiplicar, hasta lo inenarrable, su capacidad destructiva: fisión-fusión-fisión. Su potencia alcanza los 100 megatones: unas 4.000 veces la que tenía aquella que explotó en Hiroshima … La nube, en forma de “hongo”, característica de este tipo de atrocidades, se elevaría 67 kilómetros -sesenta y siete- en la atmósfera. Cualquier ser vivo situado a menos de cien kilómetros de distancia del punto de explosión, sufriría espantosas quemaduras de tercer grado. La radiación permanecería en el lugar, al menos por cien años: ¡un siglo!, con las letales consecuencias sobre la vida que ya, por desgracia, conocemos. Y no sabemos las repercusiones directas, a corto o largo plazo, que tendría sobre el clima ni sobre otras, hasta entonces, constantes geológicas que mantienen el planeta apto para la vida. Este horror es lo que se conoce como “bomba del zar”, y es real, existe, por lo tanto, algún descerebrado y enloquecido y obtuso y fanático y criminal, que esté en el momento menos apropiado en el lugar más equivocado posible, la podría utilizar para conseguir cualesquiera que fuesen los desastrosos e inmundos planes que su mente, podrida y enferma, albergase.

Cuándo, por casualidad pura, me encuentro con esta información -a la monstruosa bomba me refiero-, no puede pasar mucho tiempo sin que mi mente, siempre ansiosa por no caer presa, a estas alturas de su vida, de las cotidianas perversiones empeñadas en destrozarnos el corto disfrute de la muy breve existencia de la que cada uno disponemos, no pueda evitar -de mi mente hablábamos- entrar en estado próximo a la catalepsia -no muerta, aunque todo hiciese parecer que lo estaba-, para no tener que hacer frente a la insufrible, estúpida, innecesaria y aberrante crueldad del ser humano del que muy a su pesar forma parte inseparable, no en el fondo pero sí en la forma.

Mucho hemos escrito sobre nuestra estupidez, sin embargo pareciese que los estúpidos fuesen siempre los demás, nunca nosotros; sin duda, una muestra más de lo estúpidos que nosotros también somos. No podemos pensar -bueno, pensar sí, estar convencidos, no- que los únicos culpables de los males, ciertos o posibles, que nos amenazan son todos, menos nosotros. Puede

que seamos, en contadas ocasiones, del todo inocentes; no obstante, en las más de ellas, una parte, pequeña o importante, de la responsabilidad será también nuestra; por hacer o dejar de hacer, por consentir o ignorar, por callar y no gritar, por soportar, tolerar lo intolerable o ofrecer comprensión a lo ininteligible.

¿ Qué ratón -esos pequeños animales, inferiores, sin entendimiento ni conciencia ni razón, emplearía parte de sus recursos, el tiempo entre ellos, en construir una trampa para cazar ratones?, ¿y, ya puestos, en fabricar una trampa enorme, capaz, no de matar uno, si no cuatro o cinco o diez, o varias familias completas de una vez? Algún ratón “listo” podría pensar que si la trampa mata al ratón de enfrente, quedaría todo el queso para él … pero otro ratón, este sí, listo -sin comillas- se daría cuenta que hecha la trampa, hecho el peligro, porque si hoy cae el vecino, mañana puede ser él quien caiga. Sin duda lo propio, y en su caso lo racional, sería que pelease por el queso cada cual con las “armas” que la naturaleza le dio y su ingenio consiguió, olvidando cepos monstruosos y suicidas capaces de acabar con los otros ratones, pero con él también; se comerían el queso, entonces, hormigas y cucarachas.

Mentes privilegiadas, sin duda, pero también estúpidas como ninguna, las que ingenian, construyen y dan, a la misma muerte, vida; mentes privilegiadas, de la general estupidez alejadas, piensan, sienten, y crean historias de sentimientos, flaquezas y grandezas que al humano, por humano, corresponden y determinan: amor, ¡cómo no!, el de Romeo y Julieta, Macbeth o la ambición, los celos de Otelo, el honor y la amistad de Bruto y Julio César, o la duda existencial de Hamlet: actuar o no actuar, ser o no ser … ¿Inteligente o estúpido: ¿Shakespeare o la bomba del zar?

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